Breve historia de un ombligo

En la Región de Murcia, una ruidosa minoría cartagenera profesa un "independentismo" absurdo, azuzado por políticos. Detestan lo "murciano", sintiéndose robados por la capital, mientras el resto de la región observa con humor y condescendencia sus delirios de ombliguismo universal, convirtiéndolos en objeto de burla sana.

REFLEXIONES

El León del Castellar

6/5/20253 min read

En las tierras soleadas de la Región de Murcia, donde el sol broncea el alma y la huerta florece con la generosidad de un paraíso, existe un pequeño, casi microscópico, reducto de un sentimiento tan particular como pintoresco. No hablamos de la apreciación por el buen caldero, la devoción por la Semana Santa o la inquebrantable fe en el fútbol, sino de algo mucho más... singular, casi exótico: el independentismo cartagenero. Sí, amigos, habéis leído bien. Una fracción, digamos, minúscula y ruidosa, de la población de Cartagena ha decidido, en su infinita sabiduría, que su ombligo es el centro del universo, el epicentro de toda la creación, y que el resto de la Región no es más que una molesta verruga en su lustroso y auto-proclamado panorama glorioso. Para ellos, el mundo no solo gira, sino que lo hace a su alrededor.

Este "sentimiento", más cercano a un berrinche adolescente prolongado que a una ideología política seria o coherente, viene cocinado a fuego lento en los despachos traseros de cuatro prebostes sin más norte que su propia silla y su fugaz minuto de gloria mediática. Son políticos de medio pelo que, con la astucia de un trilero de feria o un charlatán de plaza, han descubierto el filón de infundir un victimismo ancestral y repetitivo: "Murcia capital nos roba, Murcia capital nos oprime, Murcia capital nos quita la identidad, nuestra historia, nuestro aire, nuestra mismísima sal del Mar Menor". Y lo más hilarante y, a la vez, lamentable de todo, es que han logrado convencer a un puñado de almas cándidas de que esta es una verdad revelada, una conspiración milenaria contra su sacrosanta urbe. Pobre gente, con el coco comido por la patraña de unos cuantos que se frotan las manos.

La cosa llega a tal extremo que la palabra "murciano" les provoca sarpullidos, una irritación cutánea que les hace retorcer el gesto y agitar las manos como si estuvieran espantando moscas. Es una urticaria semántica que les impide, por ejemplo, decir "limones murcianos" sin un resquemor palpable, o referirse a un "deportista murciano" sin un tic nervioso. Rechazan cualquier cosa que huela a ella, a pesar de que, para el 99,9% de los habitantes de esta bendita tierra, desde los almendros de Caravaca hasta las playas de Águilas, pasando, cómo no, por la propia Cartagena, "murciano" es el gentilicio que nos engloba a todos, el paraguas bajo el que compartimos el mismo sol, la misma cultura y, en gran medida, la misma historia. Es un espectáculo digno de estudio antropológico o incluso psicológico, ver cómo retuercen el gesto, cómo el labio les tiembla y la vena se les hincha ante la mención de "productos murcianos", "cultura murciana" o “playas murcianas”, como si la idiosincrasia de la capital fuese un virus contagioso y no una parte más, vital y vibrante, del rico y diverso tapiz regional. Se aferran a una supuesta identidad única, negando la interconexión histórica y cultural de toda la provincia.

Y mientras ellos se auto flagelan con sus propias quimeras, debatiendo apasionadamente sobre el tamaño de su ombligo y la injusticia de no ser el único, el resto de los mortales de la Región de Murcia observamos el espectáculo con una mezcla de divertido estupor, cierta condescendencia y, en ocasiones, una pizca de pena genuina. Es como ver a un niño que se ha inventado un monstruo debajo de la cama y jura y perjura que es real, exigiendo que todos le teman. ¿Nos afecta su cruzada, sus pataletas, sus declaraciones grandilocuentes en redes sociales? Poco o nada, la verdad. Más bien, se ha convertido en una anécdota recurrente en las tertulias de café, un chascarrillo para amenizar las paellas dominicales y, por qué no decirlo, una herramienta eficaz y socarrona para sacudirle las pulgas a esta minoría enfermiza, que no a los cartageneros en general, que son gente cabal, trabajadora y entrañable, con quienes compartimos la Región sin mayor problema.

Así que sí, como siempre he dicho, y ahora con más razón que nunca, porque la evidencia es abrumadora: "El Mundo tiene ombligo y se encuentra en Cartagena". Un ombligo, eso sí, que a veces huele un poco a rancio por la insistencia en airear viejos agravios, pero que no por ello deja de tener su peculiar y un tanto ridícula gracia.